Es una frase de Santiago Agrelo Martínez, gallego de setenta y tres años que ejerce desde hace nueve como arzobispo de Tánger. Un hombre valiente, comprometido con los pobres y sin pelos en la lengua.

Podría decirse que este perfil no es nada raro en un franciscano en tiempos del papa Francisco, pero contrasta, y mucho, en relación a las conservadoras posiciones que suelen sostener miembros destacados de la jerarquía católica española.

Santiago-Agrelo

El mensaje de monseñor Agrelo resulta provocador en la media distancia y seductor en la corta. El enorme territorio de su arzobispado apenas alberga a un par de miles de católicos, lo que no es óbice para que su imposible tarea pastoral en un país islámico se haya volcado en compromiso social. “Embarrado”, como le he oído decir, metido en faena aprovisionando de alimentos a los “chicos y chicas que han quedado atrapado en la frontera”, los subsaharianos que malviven en el bosque de Beliones. El mismo en el que murieron dos inmigrantes asfixiados por el humo de una gran hoguera en la que la policía marroquí quemó, hace dos meses, todo el material requisado en su campamento de plásticos.

Sus palabras no resultan políticamente correctas, porque surgen desde la indignación que le causa la manipulación del lenguaje que los políticos y los medios de comunicación aplican a la realidad del fenómeno migratorio. “Irregulares”, “sin papeles”, “clandestinos” son eufemismos que refieren una terrible realidad que se asoma a los muros de la vergüenza que blindan el primer mundo.

Denuncia que las fronteras, «lo que tendría que ser un lugar de entrada, se han transformado en una barrera que se pretende infranqueable, impermeable, para los pobres de la tierra. Sin embargo, las fronteras no son impasables para el dinero, para los turistas, no lo son para las mafias que se mueven en primera clase. Lo son tan solo para los pobres».

Describe fronteras diseñadas para que los pobres queden atrapados, mutilados o muertos, que ya no escandalizan cuando asoman en las noticias, día tras día, como una crónica cotidiana que a base de reiterada acaba por volverse invisible para demasiados de nosotros.

Adocenamiento llaman a ese proceso por el que el oyente deja de sorprenderse ante la injusticia reiterada, cuando la vulneración flagrante de principios éticos y legales por parte de las autoridades son generalmente aceptadas por el grueso de la ciudadanía como normales, que ni sorprenden ni soliviantan.

Santiago Agrelo-Revista Vida Nueva

Se trata el arzobispo de una personalidad amable en el trato, exquisitamente educado, con modales de príncipe de la iglesia, aunque ahí se acaba la coincidencia con la clásica dignidad eclesiástica. El tono agradable, la perfecta dicción del castellano que no evoca su Rianxa natal, su selecto vocabulario en el que cada término describe con precisión quirúrgica la situación que refiere, se tornan postura tajante al denunciar las muertes que ocasionan las fronteras que fortifican el limes europeo.

Explica el aleteo de mariposas en las fronteras orientales que causan seísmos en las del gendarme del sur, cuando las crisis en las puertas de Grecia, Macedonia o Turquía originan cambios de actitud en la policía de Marruecos, antes permisiva, que ahora los muelen a palos –reitera la expresión– sin encontrar reacción entre ellos. Gente “erradicada”, insiste, que ha sido arrancada de su tierra por la miseria, porque don Santiago no admite la hipócrita discriminación entre refugiados políticos y emigrantes económicos. La considera una distinción perversa. Ve a todos víctimas por igual de las desigualdades y la miseria achacables a la injerencia del mundo occidental en sus países, el mismo que ahora les cierra el paso como indeseables que solo merecen rechazo.

Expresa su asombro «de que sea un pueblo pacífico el de los emigrantes», a quienes apalean y, sin embargo, no mueven un dedo para defenderse.

Su posición comprometida, aun a riesgo de su propia seguridad, lo lleva a denunciar que «llenamos las fronteras de cuchillas, de fosos, de detectores de calor, en el límite de ese mundo de privilegiados, con arrogancia y prepotencia de dueños, en el que hemos puesto el cartel de ‘prohibido el paso’. Para que, alrededor de nuestra abundancia, no nos inquiete el clamor de los que viven en la miseria».

El discurso de monseñor Agrelo es un aldabonazo en las conciencias adormecidas de la población europea, entretenidas con el espectáculo dantesco y bien acoplado de la corrupción política, el renacer del fascismo en el este de la Unión Europea y el relajante para la conciencia comunitaria que constituyen las sonrojantes cifras de nuestras ligas de fútbol.

 

Colegio Los Pinos, 16 de marzo de 2016

Ángel Sáez Rodríguez